(La reina de Saba a sus nobles al partir desde Etiopía hacia Jerusalén para agasajar a Salomón)
4 de julio
Volamos con unas pandillas
Empezamos nuestro viaje a Etiopía. Todo el mundo nos preguntaba si estábamos mal de la chaveta, qué íbamos a hacer en un país como ese, si no nos daba miedo…
Desde luego, más miedo transmitía la cuadrilla que debía llevar el avión: pilotos, azafatas y azafatos, que también los había. Tras pasar sin problemas por la puerta de embarque nos encontramos ¡sorpresa! que nuestro vuelo con Egyptair llevaba un retraso de 40 minutos. Y debía de ser sorpresivo porque allí estaban, esperando igual que nosotros, pero tirados en el suelo todo el personal de vuelo. A la pandilla solo le faltaban unas cuantas litronas para montar un botellón.
Aunque en el vuelo todo fue bien, no dejamos de recelar de esa tripulación que hace tiempo sentados en el duro y frío pavimento cuando las salas de espera del aeropuerto de Barajas son bastante cómodas.
Sin embargo, debe ser costumbre de los empleados de Egyptair comportarse de manera tan campechana, ya que durante nuestra escala en El Cairo, la nueva tripulación que debía dirigirnos hasta Adis Abeba se comportó de la misma manera. De nuevo esperaban hacerse cargo del avión esparcidos por las losas de granito rojo de Asuán, el mismo que utilizaban los faraones para construir sus templos.
La demora en El Cairo fue de 60 minutos, pero la espera nos la amenizó un niño braquicéfalo que, muy aburrido, competía contra sí mismo dando vueltas una y otra vez en la cinta transportadora de la terminal. Desde allí intenté telefonear a mis amigos cairotas, Mohamed y Moustafa, pero fue imposible. Puede que con la revolución del 25 de enero las comunicaciones se vieran afectadas.
Todavía hubo una batalla más. El policía que nos revisaba las mochilas antes de montar en el Boeing 737 se empeñó en que no podía llevar el agua que hacía unos minutos había adquirido en el aeropuerto. Como llevaba dos botellas, decidí dejar la que ya estaba a punto de terminar, pero el astuto agente había visto en el escáner la que no tenía llena dentro del zurrón, así que empezó a vociferar “water, water, the other water”. Conseguí escabullirme escondiéndome detrás de una columna desde la que, atento a los equipajes del resto de pasajeros, no podía verme. No obstante, no dejé de mirarle de reojillo hasta que no le perdí de vista definitivamente. De esta forma pude disfrutar del líquido elemento en el vuelo de 3 horas que nos llevó a la capital de Etiopía.
5 de julio
Un pionero riojano se une a nuestro grupo en Adis Abeba
Cerca de la 4 de la madrugada llegamos a Adis Abeba, la capital de Etiopía. Antes de salir del aeropuerto debíamos cumplimentar, y por supuesto pagar, el visado de entrada al país. En el interior del propio edificio nos dirigieron a un barracón con un exterior similar a los que se montan como urinarios en fiestas de San Fermín. Allí dos uniformados muy desagradables nos hicieron ir de uno a otro, cual pelota de ping-pong, para concretar los tramites. El primero pedía el pasaporte y apuntaba algún dato, el segundo ponía el sello, de vuelta al primero para poner una pegatina en el pasaporte, el segundo completaba la factura y otra vez el primero cobraba los 20 dólares. Solo después de tantas idas y venidas pudimos salir a la terminal de llegadas.
Fuera nos esperaba un receptivo para recibirnos y llevarnos al hotel. El personaje no sabía español, tampoco inglés (hay que suponer que dominaba el amárico), y lo que es peor, tampoco conocía la forma de conducir un carrito lleno de maletas. En un trayecto de unos 100 metros consiguió que se le cayeran 2 veces.
El aeropuerto de Adis Abeba está muy próximo a la ciudad, pero el trayecto de poco más de 20 minutos fue toda una aventura. La carretera asfaltada acaba pronto y se convierte en un camino de cabras indecente. Parece como si la máquina de pavimentar se hubiese quedado sin asfalto. Pasamos por unas badinas en las que al agua saltaba más de un metro a cada lado de la buseta, por una zona en obras que obligó al conductor a circular por la acera durante casi un kilómetro… Suerte que era muy de madrugada y los etíopes duerme de noche.
Cuando nos dimos cuenta, eran ya las 4 y media del día 5, ya estábamos en el hotel Ghion prestos para dormir un rato. Todo valientes decidimos levantarnos para las 10 de la mañana para realizar una inspección de los alrededores y cambiar divisas. La moneda local se llama birr y tiene dos peculiaridades: 1) cuando cambias 100 euros te dan tantos birrs que da la sensación de ser millonario; 2) Los birrs nunca se acaban, siempre queda en la cartera una cantidad suficiente como para gastar. Es como si esos billetes tan cochambrosos se reprodujeran dentro de la cartera. También es cierto que, especialmente en materia de recuerdos, es difícil gastar.
Con los bolsillos llenos nos dedicamos a reconocer los alrededores de nuestro hotel Ghion tal y como se denomina al Nilo en el Antiguo Testamento: “El segundo río se llama Ghion (o Guijón), es el que rodea el país de Kus (Génesis, 2-10). Allí, lo mejor es pasear por su extenso y agradable jardín que contrasta con la céntrica situación del local. También descubrimos dos piscinas tremendas llenas de nativos, varios restaurantes y un club nocturno que no llegamos a utilizar ya que al día siguiente nos levantaban a las 5, sin llegar a amanecer, y no era plan no poder aguantar la ruta que nos esperaba.
Terminamos la mañana comiendo en uno de los restaurantes del hotel, estrenándonos con la omnipresente injera con todo tipo de carnes picantes o muy picantes. La injera es una sustancia en forma de torta finísima o crep y con unos poros que parecen callos que se obtiene fermentando tef, un cereal con cierto sabor a nuez que solo existe en Etiopía. Tiene una textura de goma espuma y ligero sabor amargo que algunos panolis dicen que recuerda al sorbete. El ritual consiste en cortar con la mano un trozo de la torta de injera y coger la carne (wat) de cordero, cabra o ternera utilizándolo como cuchara. A Iñaki y a mí nos debieron ver bastante desenvueltos con el tema, pero a Pedro no tanto, ya que la camarera cogió un trozo de injera con el que se hizo con la carne correspondiente y le dio a comer en la boquica. Fue nuestra primera lección sobre lo que hay que hacer en Etiopía.
A las 2 de la tarde, casi sin poder hacer la digestión, estábamos citados para iniciar la visita a Adis Abeba. En el hall del hotel conocimos a nuestro guía, un tío magnífico con un nombre muy raro parecido a Wende, que es como se le quedó para todo el itinerario. Además se unió un compañero al grupo: Rubén es profesor en Logroño y resultó ser todo un pionero ya que según su agente de viajes era el primer riojano que viajaba a Etiopía. Nuestros vecinos son más echados para adelante que los bilbaínos. Comenzamos subiendo a las montañas Entoto (entre 2600 y 3000 metros de altura), desde hay unas buenas vistas sobre una fea ciudad. Están tan plagadas de eucaliptos que un documental británico de la época de Haile Selassie llegó a sugerir cambiar el nombre de Adis Abeba por Eucaliptópolis. Los eucaliptos prosperaron en suelo etíope y crecieron rápidamente: doce metros en un lustro y veinte en doce años. Menelik (el gobernante que compró una silla eléctrica para ejecutar malhechores, pero al darse cuenta que Etiopía no contaba con corriente la convirtió en su trono) ordenó plantar hectáreas de eucaliptos ya que eran indestructibles, siempre retoñaban con fuerza cuando eran talados, y su madera resultaba ideal para fabricar casas. En las montañas Entoto nos sorprendieron las primeras imágenes de la vida en Etiopía: mujeres viejísimas y muy menudas portando sobre su cabeza enormes cantidades de ramas de eucalipto con las que construir sus cabañas, un niño pelma molestando con el chasquido de un látigo que empleaba para llamar la atención de los turistas en lugar de guiar su ganado, etc… desde la cima, el regreso a la capital se realiza por una carretera que desciende atravesando un poblado con casas con tejados de hojalata donde la mayoría de los habitantes se dedican a trabajar telas. Así llegamos al Museo Nacional de Etiopía, muy mal iluminado y con muy pocas piezas de valor. Lo más importante debería ser el esqueleto de Lucy, una mujer homínido de la especie Australopithecus Afarensis, que pasa por ser uno de los primeros antecesores conocidos. Su descubrimiento en 1974 obligó a replantearse por completo la genealogía humana y probó que nuestros antepasados ya caminaban 2,5 millones de años antes de lo que hasta entonces se suponía. En esos años sonaba mucho la canción de Beatles “Lucy in the sky with diamonds” que dio nombre al fósil, ya que era muy escuchada por los miembros de la expedición que lo encontraron. No obstante, parece que lo que se expone es una copia y que del original ni los propios etíopes conocen su localización, aunque suponen que está guardado en una caja fuerte en Estados Unidos. Por suerte, yo recuerdo que hace más de 20 años pude ver el auténtico en una exposición en París. Para acabar el recorrido Wende nos mostró la iglesia Kidus Istafanos donde pudimos ver una supuesta tumba de Haile Selassie y admirar como es el rito en la religión ortodoxa etíope en el idioma oficial de su iglesia, el guez. Al salir pudimos comprobar cómo los transeúntes inclinan la cabeza ante las iglesias, besan la pared tres veces y se santiguan antes de continuar. Si han sido castos pueden entrar. Si no, se quedan al otro lado de la calle o de la verja.
El resto de la tarde nos aburrimos en uno de los pubs del Ghion bebiendo cervezas locales de tercio de marca San Jorge por las que nos cobraban el equivalente a medio euro. En la cena, a la carta, se me ocurrió pedir un plato de langosta pero el amable camarero me indicó que nos les quedaba. Sin embargo, Iñaki pidió sopa de langosta que sí le sirvieron. ¿Había o no había langosta? Si no tenían existencias, ¿qué contenía la sopa de Iñaki?
Después, pronto a la cama que al día siguiente partíamos a las 5 y media de la mañana, de la madrugada o lo que sea.
6 de julio
13 horas para completar 550 kilómetros
Las calles de Adis Abeba poco después de las 5 de la mañana son más o menos como las de cualquier pueblo, ya que no hay luz por ninguna parte. Así que nuestra salida de la ciudad se parecía más a una huída que a un desplazamiento turístico. Al final del día descubrimos la razón del madrugón: con solo dos paradas y otra más para comer el trayecto nos llevó la friolera de 13 horas, llegamos a Bahir Dar pasadas las 7 de la tarde.
Para toda la ruta, la agencia dispuso de una buseta muy amplia en la que viajábamos los 4 turistas, nuestro guía Wende, y ahora también el conductor. Semenu era un chofer muy audaz para las carreteras que tiene Etiopía, por lo que la primera impresión es que era un fan de Carlos Sainz, al que trataba de emular en cada curva.
La primera visita en ruta, a unos 100 kilómetros de Adis Abeba, fue el Monasterio Debre Libranos. Está enclavado la base de un cañón de 700 metros de alto, del que se precipita una cascada, llamado, no se sabe bien porqué, Wusha Gadel (valle del perro). La iglesia, no muy atractiva en su ostentoso exterior que se parece a todas las iglesias etíopes modernas, está escondida en un pequeño desfiladero arbolado. Antes de atravesar la verja que lo rodea, un cartel indica que está prohibida la entrada a las mujeres con la menstruación y a cualquiera que haya mantenido relaciones sexuales durante los 2 días anteriores. A nosotros nos dejaron pasar para admirar su interior, todo de mármol, que es muy atractivo. Una tradición cuenta que el monasterio fue fundado en 1284 por Abuna Tekle Haymanot, un sacerdote que fue decisivo en la difusión del cristianismo en la zona. Se le retrata con una sola pierna y seis alas, y parece que pasó 7 años rezando apoyado en su única extremidad alimentándose de una semilla que le llevaba un pájaro cada año… ¡antes de que la “zanca” buena se le atrofiara y cayera! Accediendo al sótano tuvimos la oportunidad de imbuirnos de lleno en el impresionante rito ortodoxo. Es una ceremonia cantada con un ritmo marcadamente africano. Los himnos se acompañan por los sonidos de tambores gigantescos y sistros, mientras los celebrantes siguen el compás una cadencia de gestos expresivos movimientos rítmicos de pies y manos.
A la salida del monasterio un sendero muy empinado lleno de pedruscos nos condujo, no sin esfuerzo, hasta la cueva en la que Tekle Haymanot oró hasta su muerte a los 97 años. La tradición cuenta que el sacerdote encargado del lugar se muestra encantado de bendecir a los visitantes con agua sagrada de la cueva. Como en todos los lugares religiosos de Etiopía es obligatorio descalzarse a la entrada. Pero aquí era diferente, la gruta estaba encharcada por las filtraciones que aportan el beneficioso líquido, y dado que el guía no nos avisó, acabamos con los calcetines empapados y sin otros de reserva: todo el resto del día caminando a pelo. Por cierto, el amable sacerdote que debía imponernos el agua milagrosa únicamente lo hizo con Wende, el guía, dejándonos igual de enfermos antes de nuestra llegada a tan santo lugar o peor, ya que toda la humedad que habíamos acumulado desde los pies al resto del cuerpo amenazaba seriamente con un pasmo. Mas, por lo visto no solo el agua era prodigiosa, sino toda la cueva y su ambiente al completo ya que nadie quedó indispuesto. Más tarde he llegado a enterarme que no se impone la bendición acuosa a nadie que haya comido ese día, hay que ir en ayunas, y el todo el grupo (se supone que el guía no) habíamos desayunado.
Antes de volver a la carretera principal nos encontramos por primera vez con una manada de monos gelada. Son endémicos de Etiopía y se distinguen por la piel de vivos colores en su pecho. La mancha triangular está teñida de rojo en los machos y rodeada de pelo blanco, mientras que en las hembras se aprecia menos. Viven en pequeños grupos compuestos por un macho, varias hembras y sus crías. Estas pequeñas bandas se unen con otras para alimentarse, formando grupos de hasta 350 individuos.
De nuevo en ruta nos detuvimos para echar un ojo a la Garganta del Nilo Azul. Aunque el punto en el que nos pararon era muy poco atractivo ya que todo lo que había para ver era un puente moderno con muy poca personalidad, la garganta es impresionante al alcanzar alturas entre los 1200 y 1500 metros entre las que el Nilo Azul gira al sur del lago Tana para dirigirse hacia Sudán. Los etíopes no le llaman Nilo, sino Abay que significa padre, y la realidad es que aman a su río mucho más que los egipcios que solo lo aprovechan. Por cierto, resulta muy curioso que denominen a su río Abay cuando los vascos le nombran Ibay.
Agitados en la buseta porque las carreteras son horribles continuamos nuestra ruta. Tuvimos una parada inesperada, porque un policía gordo decidió que nuestro chofer Semenu seguía emulando a los pilotos de F1 de forma demasiado ostensible (en Etiopía se ven muy pocas personas obesas, pero la mayoría de los agentes de la autoridad lo son). Supongo que dentro de su enorme cabeza iría incrustado un radar, ya que de otra manera no se entiende que pudiera apreciar la “enorme” velocidad que llevábamos en carreteras donde no se puede pasar de 50 por hora. Al final no hubo multa, todo se quedó en una amenaza que, supongo, dejó al orondo uniformado muy satisfecho por su enorme diligencia.
En una localidad llamada Debre Marcos, situada unos 300 kilómetros de Adis Abeba y a una altitud de 2410 metros en las húmedas tierras altas, hicimos otro alto para reponer fuerzas. El menú en Etiopía siempre era sencillo pero agradable: sopa y carne o pescado, no hay postre. Me apetecía kebab de pollo, pero la sorpresa fue que lo que en la carta se llamaba kebab no era más que una brocheta.
Nos quedaban 250 kilómetros que intentamos aprovechar, gracias a la bondad del asfalto, para echar una pequeña siesta necesaria tanto por la partida demasiado mañanera como por la modorrica que produce la digestión de unas buenas viandas. Pero en Etiopía casi es nada es como se desea. Repentinamente Semenu detuvo la buseta y nos despertaron los alaridos de 8 o 10 niñas chillonas y alocadas. Cada una de ellas trataba de vender unas botellas de un licor preparado en sus casas que se llama ¿kaitaka?. Debe ser como un bombardeo para el estómago, y cada elaboración debe tener un sabor distinto ya que el chofer decidió que antes de comprar tenía que catar cada botella. Una por una las niñas le ofrecieron un taponcito de la bebida hasta que encontró una a su gusto. Tras la degustación y adquisición el trayecto hasta Bahir Dar tuvo el “aliciente” del canguelo que pasamos porque Semenu conducía mucho más agresivo que de costumbre mostrándose muy parlanchín cuando de normal era un tío muy reservado (unos días más tarde nos enteramos que por una creencia religiosa llevaba 2 meses sin comer productos derivados de los animales).
Por fin llegamos al hotel Abay Minch Lodge de Bahir Dar, un hotel con habitaciones en forma de bungalows muy majos donde cené un plato de pescado desmenuzado llamado asa kutilet.
7 de julio
Naturaleza salvaje en Bahir Dar: el lago Tana y las cataratas Tis Isat
Después de un buen desayuno para llevar bien la mañana, un corto trayecto en la buseta nos llevó hasta un embarcadero donde tomamos una nave muy parecida a las golondrinas de Barcelona, pero en pequeña. En ella íbamos a recorrer una mínima parte del lago Tana que, a una altitud de 1830 metros pasa por ser el más grande de Etiopía. Dado que al sur tiene una salida al Nilo Azul, era la conexión entre el país y el mundo antiguo. Los griegos lo llamaban Pseboe y los egipcios Coloe. Sus islas albergan más de 20 monasterios fundados en el siglo XIV o incluso antes. Cargadas de misterio, estas iglesias constituyen pacíficos refugios tanto para sus residentes como para los turistas que los visitamos. Teníamos esperanzas de ver hipopótamos en las orillas, pero casualmente ese día decidieron esconderse supongo que muy achantados ante nuestra agresiva presencia. Con lo que sí pudimos disfrutar es con el vuelo de de pelícanos, animales que no esperábamos ver. Uno de los atractivos más importantes del lago Tana son unas barcas fabricadas con planta de papiro llamadas tankwa que guardan un sorprendente parecido con las del Antiguo Egipto. Únicamente las pueden utilizar dos meses ya que la armadura se pudre y deben construirse una nueva, y a veces van tan cargadas con madera que parece que navegan por debajo del nivel del agua y que van a zozobrar en cualquier momento. Miden entre 4 y 6 metros y su manga es estrecha, apenas cabe una persona. Pedro Páez, un jesuita que viajó a Etiopía en el siglo XVI las describía como “una suerte de bajeles que llaman tancoas, no fabricados con madera, sino con una clase de junco que llaman tabua, de los cuales hay muchos en este lago, cada uno de ellos es del grosor del brazo de un hombre y de una braza de longitud. La gente está muy satisfecha con estas canoas que son tan bellas como aquellos que las hacen”. También volaron sobre nosotros unos cuantos pelícanos, animales que no esperábamos ver.
En un plis plas nos acercamos a la península de Zege para abandonar el batel y caminar hasta el monasterio de Ura Kidane Mihret. Fue fundado en el siglo XIV por el santo Betre Maryam, aunque la iglesia circular se construyó en XVI. De planta redonda, posee una decoración extraordinaria, ya que está cubierto de arriba abajo con unas pinturas que se convierten en una enciclopedia virtual sobre temas religiosos etíopes. Esa mezcolanza increíble de murales pintados son claramente chaucerianos (palabra derivada de Chaucer, que hace referencia a la crudeza de su principal obra, “los cuentos de Canterbury”) por su energía, brutalidad, carácter sangriento. No es exagerar decir que ofrecen una auténtica y reveladora visión de lo que pudo ser la Etiopía medieval. Muy cerca hicimos otra escala para ver un monasterio de monjas en la isla boscosa de Entons llamado Entos Eyesu, y que hasta hace muy poco tiempo permanecía cerrado. Sus lienzos han sido restaurados muy recientemente, pero tienen muchísima menos calidad que los de Ura Kidane Mihret.
De regreso a Bahir Dar no se me ocurrió otra cosa que comer carne cruda picada muy picante acompañada, no podía ser de otra manera, con injera. La siga kutilet que me sirvieron era carne picada acompañada de de una salsa wat kai (de color rojo) que se condimenta con pimientos beriberi, cebollas y ajo. No sin dificultades conseguí acabar todo y debe ser algo muy raro, ya que los etíopes creen que son las únicas personas en el mundo que pueden tolerar el picante. Por su parte, Wende se hizo con una ración de gored-gored, unos cuadraditos de carne cruda que se untan en una salsa de pimienta también muy picante.Con fuerzas renovadas, necesitábamos toda la tarde para visitar las cataratas Tis Isat (agua que humea). Son la atracción turística natural más importante de Etiopía y se encuentran a 35 kilómetros al sur de Bahir Dar. El problema es que no hay carretera, solo una pista terrible peor que cualquier caminacho de nuestro entorno. Iba sentado en el asiento de atrás de nuestra buseta y a consecuencia de los saltos y vaivenes del vehículo y de la dureza del banco, parecía que me estaban saliendo ampollas en el trasero. Tenía la impresión de ir sentado en un carrito de carreras de trotones por un estadio lleno de surcos y baches. Una vez en el parking cercano a la atracción, se toma, siempre en compañía de cientos de nativos que van a lo suyo, un sendero que desciende hasta un puente de piedra llamado Agam Dildi. Fue construido por los portugueses en el año 1620, durante el reinado de un emperador llamado Susneyos. Cruzado el puente el camino gira a la izquierda para ascender una empinada pendiente que lleva al mirador principal de las cataratas. Aquel 7 de julio parecía que estaban muy enfadadas, ya un agua de color marrón oscuro caía muy agresiva con una potencia inusitada. Las cataratas tienen cuatro brazos y miden 45 metros de alto. Encima de ellas, el Nilo mide 400 metros de ancho, mientras que en la garganta que se forma tras la caída es mucho más estrecho y con unos 37 metros de profundidad. El considerado primer viajero europeo que las vio, James Bruce (los portugueses las conocían un siglo antes como mínimo), las describió como “una magnífica vista que los años sumados a la longevidad del ser humano, no podrán borrar ni erradicar de mi memoria; otra preocupación sublunar”.
En el camino de regreso un par de anécdotas alegraron el sufrimiento producido por la pista en nuestros traseros: vimos un tractor cargado con cerca de 30 personas y ninguna parecía que se iba a caer, y también apreciamos como se resistía una cabra viva a la que intentaban “acomodar” encima de la baca de un autobús.
Ya en el hotel hemos podido considerar la enorme amabilidad de los hoteleros etíopes con los turistas. Al llegar a la recepción mis compañeros de viaje admiraron que junto a los periódicos locales habían añadido un ejemplar del País y otro de Marca de unos días antes. Lamentablemente me vi en la obligación de contarles la verdad: era la prensa que nos ofrecieron en el vuelo de Egyptair de Madrid a El Cairo y de la que me había desprendido esa misma mañana tirándola a la basura de mi habitación. Así que eran diarios reciclados. Un par de cervezas y a cenar, al día siguiente teníamos un desplazamiento hasta Gondar.
8 de julio
De la elaboración del injera al Medievo en Gondar
El desplazamiento de Bahir Dar a Gondar fue de lo más tranquilo. Fueron 185 kilómetros, media mañana, en los que hicimos tres paradas: la primera para ver cómo se elabora la injera, y las otras dos para fotografiar desde la distancia un enclave natural y un castillo.
En una aldea de la carretera una señora estaba fabricando injera, así que Wende decidió parar y que viéramos el proceso. La injera se fabrica artesanalmente con harina fermentada de teff y su elaboración suele durar de dos a tres días. Una vez que el cereal (teff) ha fermentado se cuece en una plancha de hierro o cerámica, una especie de gran sartén de forma redondeada, llamada mogogo. Mediante acompasados movimientos circulares se obtiene una masa de suave consistencia. Una torta tras torta van saliendo del fuego y almacenándose en la vivienda. Durante el proceso nos vimos rodeados de un montón de etíopes, casi todos niños, a los que no tuvimos otro remedio que “fotear”. Más adelante nos detuvimos para admirar un pico con forma de pepino llamado “el dedo de Dios” en un lugar donde un grupo de personas pedían dinero para construir una iglesia y, más tarde, para divisar a lo lejos el castillo Guzara Palace con el mismo estilo de los que recorreríamos en toda la jornada en Gondar.Una vez acomodados en el hotel de Gondar comenzamos la visita a sus atracciones turísticas. Directamente nos dirigimos al palacio de la emperatriz Mentewat. Le entrada se realiza por una cuesta muy empinada y sin asfaltar que, con las lluvias recientes, estaba tan embarrada que ni Semenu pudo con ella. Así que a tierra y caminar sorteando barrizales. Enclavado a 2234 metros de altitud, el palacio de la emperatriz Mentewat, suntuoso complejo al que denominan Kuskuam por un convento copto de Egipto, se construyó en 1734. A pesar de que está medio en ruinas, los restos de sus estancias recuerdan el esplendor que el lugar debió tener en su época de máximo apogeo.
Después de comer, y antes de seguir con la cultura, tratamos de mercadear unos fulares para nuestras damas amigas o familiares de Pamplona, pero el tema salió rana. El comerciante, muy astuto él nos pidió 30 birrs por cada ejemplar. Dado que nos parecían muy baratos le insistimos en el precio y todos volvimos a entender 30 birrs. Pero no, al ir a pagar ya eran 300, ¡cómo está la inflación en Etiopía!
Por la tarde nos tocaba comenzar por el recinto real de los castillos (Fasil Ghebbi). Rodeado por unos altos muros de piedra, todo el solar ocupa 70000 m2 y contiene 6 castillos, un complejo de túneles y pasos elevados que los conectan y otros edificios más pequeños. Si todo el lugar es fascinante, la fortaleza más impresionante es la construida por el emperador Fasiladas hacia 1640. Levantado en piedra, constituye una combinación única de los estilos portugués, axumita e hindú. En el mismo espacio se encuentran el Archivo Real, también de Fasiladas, los castillos de Iyasu y Bakafa y una jaula para leones (el león de Abisinia fue el símbolo del país durante mucho tiempo) que debió contener ejemplares vivos hasta 1992.
A continuación nos dirigimos a la iglesia Debre Birhan Selassie. De planta rectangular, y aunque no tiene ningún merito arquitectónico, en su interior alberga abundantes pinturas de interés. Destaca el techo, decorado con las caras de 144 ángeles niños y dicen que es el ejemplo más famoso de arte religioso de Etiopía.
Aproximadamente a 2 kilómetros del centro, los baños de Fasiladas están cercados un muro que da paso a una explanada en la que se encuentra un edificio de 2 pisos que debió ser la segunda residencia del emperador. Aunque a menudo se ha referido a ellos como piscinas, probablemente su construcción hundida y vacía de agua la mayor parte del año, siempre se ha empleado para ceremonias y no como lugar de ocio de la realeza. Actualmente los baños son el escenario central de la fiesta del Timkat, la Epifanía, que se celebra entre el 18 y el 20 de enero. Allí, miles de devotos ataviados con ropas blancas convergen por la tarde alrededor de los baños para, guiados por sacerdotes ataviados con vestimentas coloridas, ser bendecidos.
Por fin, antes de la retirada, nos tomamos unas cervezas en un garito local. Cada jarra de más de medio litro nos cobraron, al cambio, la friolera de 0’30 euros. Y estaba muy buena. El bar solo era una amplia terraza cubierta donde se agolpaban un montón de lugareños alrededor de unas mesas. Tan abarrotado estaba que nos vimos en la obligación de invadir la intimidad de un señor mayor que ocupa, él solo, una de las mesas redondas. Tras pedirle permiso, muy amablemente nos permitió acompañarle aunque no cruzamos palabra. Por supuesto, en una de las rondas le invitamos, a lo que respondió agradecido con una leve inclinación de la cabeza. Nuestro compañero de “borrachería” era bastante mayor y, algo raro, barbudo. Por lo demás, los etíopes tienen unos rasgos muy característicos: nariz afilada y esculpida, unos ojos conmovedores, con el pelo rizado de los africanos y la piel negra, pero más clara, como la de los persas. Son reservados, excesivamente formalistas, a menudo taciturnos, y se enfadan enseguida porque son muy susceptibles. Pero una vez superados todos esos atributos superficiales, son gente sumamente inteligente, encantadora, hospitalaria y generosa como acabábamos de comprobar.
Ya de noche, conversando en la puerta del hotel, fuimos “atacados” por unos grandes insectos con 4 alas que parecían un helicóptero. Eran unos bichos muy amables porque no picaban, pero también unos suicidas, ya que después de molestar un tiempo, en menos de 10 minutos caían.
9 de julio
A “reacción” hasta la Lalibela
Por si mi estado fuera poco, a todo el grupo se nos revolvió el estomago, a mí más si era posible, ya que al salir de Gondar vimos a un hombre tirado en la suelo con lo que parecía un ataque de epilepsia. Una señora a su lado lloraba desconsolada, pero todo el mundo miraba y nadie hacía nada. Supongo que estarían esperando a las asistencias, pero de momento las asistencias eran nulas. Recé por aquellas personas.
La jugada de la jornada eran 9 horas de trayecto para completar unos 360 kilómetros, por lo que llaman la “carretera china”, con unas breves paradas para tomar las típicas fotografías, para comer tipo picnic a más de 3000 metros de altura y para visitar un molino donde estaban triturando grano mientras etíopes con burros esperaban su turno para llenar sus alforjas y volver a su aldea.
Durante la etapa nos sorprendió encontrar unos campos gigantescos de khat (catha edulis forsk), una droga teóricamente legal que se mastica. Paramos y el guía consiguió unas cuantas hojas que algunos probaron. No debía ser muy fuerte ya que ni balbucearon, ni dijeron tonterías, ni se sumieron en sopor alguno, ni tan siquiera emprendieron un vuelo.
Lalibela es tan pequeña que ni aparece en algunos mapas. Es, sin duda, la gran atracción turística de Etiopía y está considerada como la 8ª maravilla universal, pero llegar allí es algo subrealista. El cruce más cercano desde una carretera en condiciones está a 65 kilómetros. De estos, los 40 primeros se hacen por una pista escalofriante, y por supuesto sin asfaltar, que desciende desde vertiginosamente hasta una meseta en la que se encuentra escondida entre montañas la localidad de Lalibela. Los últimos 25 kilómetros han sido pavimentados para que aquellos pudientes que llegan en avión dispongan de un camino medianamente decente desde el aeropuerto.
Unos 6 kilómetros antes de llegar a Lalibela, un empedrado de mala muerte nos llevó hasta las proximidades del monasterio excavado en la roca denominado Naktuleab (o Nakuta La’ab, por su fundador). Lo más interesante es una iglesia sencilla construida alrededor de una cueva poco profunda en la que hay varios estanques sagrados alimentados por fuentes naturales.
Ya en Lalibela nos alojamos en el hotel Roha que debe ser el mejor de la ciudad, pero que no tiene agua caliente, como bien pudimos comprobar, a partir de las 9 de noche. Dado que era tarde cuando llegamos, decidimos realizar la tan importante e imprescindible en Etiopía ceremonia del café. Siglos atrás había sido un pastor de la provincia de etíope de Kaffa quien se había fijado en lo retozones que se volvían sus animales cuando comían cierta baya roja. A partir de aquel descubrimiento casual, el hábito y el comercio del café se extendieron a todo el mundo. La teníamos incluida en el precio del viaje, pero nuestro guía Wende se empeñó en que no. Así que a apoquinar 200 birrs entre todos (no llega a 10 euros). En el Old Abyssinia Coffe House, un bar nuevo excelente alojado en un auténtico tukul (la vivienda típica de Lalibela) de paredes de barro y decorado con mucho gusto con rústicos muebles de fabricación local, nos recibió una joven negra despampanante que se encargó de prepararnos los brebajes. Mientras esperábamos, ya que cuesta cerca de una hora elaborar el café, nos tomamos unas bebidas y Pedro se decidió a probar el tej, un néctar casero muy alcohólica preparada a base de miel.
El café es sustento, historia y leyenda en Etiopía. Pero también es la expresión de la hospitalidad y el elemento en torno al que se estrechan los lazos sociales y familiares. La ceremonia del café, lenta y determinada por reglas centenarias, es la ocasión para la charla y el modo de agasajar al visitante. El ritual tiene 6 pasos: 1) lavado: en una tina se lava en una tina el grano sin tostar frotando enérgicamente con las manos y renovando el agua al menos 2 veces; 2) tostado: se prepara la brasa en un infiernillo y sobre ella se coloca un plato casi plano sobre el que, con calma y removiéndolo una y otra vez, el café se va dorando; 3) aromas: en Etiopía el café no es sólo un placer para el sentido del gusto, los aromas son importantes, por lo que una vez tostado el grano la anfitriona pasa el platillo humeante ante los invitados para que puedan disfrutar del aroma; 4)molienda: una vez bien tostado, el café se muele a mano en un pequeño recipiente, como un mortero alto y estrecho, golpeando con una vara larga y pesada hasta que se consigue un polvo fino; 5) infusión: con el grano tostado y molido, se vierte en una jarra de cuello estrecho y base ancha a la que se añade agua y se coloca sobre el mismo fogón en el que se tostó el café hasta que hierve; 6) servicio: servir el café también tiene su ritual, se realiza con cuidado para que no suelte posos y se sirve desde una altura de diez o quince centímetros, bien caliente y normalmente en tazas sin asa. Además, durante la ceremonia y utilizando brasas de la cocinilla, se quema incienso, lo que hace más envolvente el ambiente, pero el origen de esta costumbre está en la capacidad de estos humos para espantar el mosquito de la malaria. El café se acompaña con palomitas de maíz, una vieja tradición.
El regreso al hotel, antes de cenar, lo hicimos por un camino tenebroso completamente a oscuras.
10 de julio
Lalibela y sus iglesias excavadas en la roca
Según una leyenda local, Lalibela nació en el siglo XII siendo el hermano del monarca reinante. De joven fue atacado por un enjambre de abejas, suceso que su madre tomó como una señal de que algún día llegaría a ser rey. Al gobernante no le hizo ninguna gracia esta profecía e intentó envenenarle, pero en lugar de acabar con su vida lo sumió en un profundo sueño que duró 3 días. Mientras soñaba, un ángel le trasportó al cielo y le enseñó una ciudad con iglesias excavadas en la roca que, además, le ordenó reproducir en la Tierra. Al mismo tiempo, su hermano tuvo otra visión “muy oportuna” en la que Cristo le instó a que abdicara a favor de Lalibela. Nada más ser coronado se dedicó a reunir los mejores artesanos para esculpir las iglesias. Diferentes interpretaciones de la leyenda dicen que, o bien Lalibela las levantó él solo y sin ayuda de nadie, o bien que construyó una de ellas en un día con ayuda de ángeles. En realidad, los arqueólogos comentan que serían necesarias unas 40000 personas para levantarlas. Las iglesias excavadas en la roca de Lalibela son grandes (algunas alcanzan 12 metros de altura) y, puesto que arrancan por debajo del nivel del terreno, se encuentran comunicadas por zanjas y atrios. Todas ellas se hallan comunicadas por un enmarañado laberinto de túneles y pasadizos cubiertos. Tanto en amplitud como en extensión, el complejo de iglesias recuerda a un pueblo subterráneo. Sin embargo, cada una posee una forma y tamaño únicos que las convierte en un santuario ortodoxo en activo. Durante nuestro recorrido pudimos convivir con los ermitaños de túnicas blancas que salen de sus celdas Biblia en mano para leerlas al aire libre. Parecía una escena que no ha debido cambiar a lo largo de los últimos siglos. Actualmente las iglesias han sido “protegidas” por unos horribles tejados con estructura moderna que, supuestamente, sirven para resguardarlas de los elementos, ya que algunas fueron dañadas por filtraciones.
La mañana del 10 de julio comenzamos nuestras visitas por el grupo noroeste: Bet Medhane Alem, Bet Maryam con su pila bautismal en el exterior, Bet Danaghel, Bet Meskal, Bet Mikael (Debre Sina), Bet Golgota y la capilla Selassie. Desde aquí nos dirigimos a Bet Giyorgis, la más conocida de todas las iglesias de Lalibela que mide 15 metros y está excavada por debajo del nivel del suelo en un patio hundido rodeado por las paredes de un precipicio. Está tallada con forma de torre cruciforme simétrica. Por la tarde vimos las del grupo sureste: Bet Emanuel, Bet Mercurios, Bet Abba Libanos, Bet Lehem y Bet Gebriel-Rafael. Al salir de una de estas iglesias sufrí un peligroso resbalón que me hizo sangrar de la mano. Me llevé un gran disgusto al comprobar que no soy de sangre azul. Como quiera que para entrar en cada una de ellas es obligatorio descalzarse, tuvimos que contratar un “portador de zapatos”. El exclavillo, que no es otra cosa, era un hombre de bastante edad al que cuidaba nuestro calzado mientras estábamos en el interior de las iglesias: lo llevaba de una iglesia a otra, nos ofrecía ayuda para ponérnoslo de nuevo e, incluso, sabía manejar una máquina de fotos para hacernos la instantánea de grupo: el guía etíope, el riojano y los tres navarros.
Entre visita y visita también dimos un paseo por el abarrotado Merkato, donde cantidades enormes de personas de los pueblos vecinos venden sus productos hasta que se les agotan.
Tanto la comida como la cena las tomamos en el restaurante Seven Olives. Como todos los días a esas horas, durante la cena cayó un tremendo chaparrón (nos encontrábamos en plena estación de lluvias) que hizo caer toda la red eléctrica de la ciudad. Pero, lógicamente, ya se saben el tema y rápidamente trajeron tres velitas que iluminaban muy poco. Para terminar el día cena a oscuras sin llegar a ver la cara del de al lado, no era ni tan siquiera nada íntimo.
Por cierto, con todas estas visitas a iglesias y sus propuestas milagrosas, se curó repentinamente la diarrea que acarreaba desde un par de días antes.
11 de julio
7 horas y media en la buseta para ver un monasterio que ¡estaba cerrado!
Poco de bueno nos deparó esta jornada. En primer lugar un desplazamientos de 7 horas y media para llegar a dormir a Kombolcha, una localidad que distaba de Lalibela la friolera de 322 kilómetros.
El único atractivo que teníamos previsto visitar durante el trayecto era el monasterio Debre Estephanos junto al lago Hayk (hayk significa lago, por lo que llegábamos al lago lago). Hayk Istafanos pasa por ser uno de los monasterios históricos más influyentes de Etiopía, pero ¡sorpresa! estaba cerrado y solo pudimos ver su museo, que no deja de ser casi idéntico a todos los que habíamos visto durante el viaje. Lo que sí es cierto es que se encuentra enclavado en un paraje lleno de paz, rodeado de unos terrenos boscosos llenos de aves de vivos colores y junto a un tranquilo lago.
Acabamos la jornada alojándonos en el hotel Sunny Side a las afueras de la ciudad de Kombolcha. Aparentemente, el local estaba bien y la habitación tenía hasta mosquitera para evitar furibundos ataques nocturnos de esos bichitos. Pero también debía cumplir otros fines ya que en la mueble tocador de cada estancia nos encontramos un regalo. ¡Qué amabilidad! 16 preservativos para cada turista. ¡Como si fuéramos capaces de utilizarlos en una sola noche! No obstante, se podría convenir que los etíopes la tienen más grande que nosotros, ya que los que entendían comentaron que eran de proporciones superiores a las que se gastan en Europa.
12 de julio
Regreso a Adis Abeba
La última jornada solo servía para llegar de Kombolcha a Adis Abeba por carreteras bastante cómodas para completar 362 kilómetros. Como cada día, fue imposible librarnos de una tormenta que casi daba miedo y que convertía a las dos orillas de la carretera en sendas cataratas que descargaban contra el asfalto.
En ruta tuve la oportunidad de probar otro de los platos típicos de la gastronomía etíope: shakila tibs. Se trata de de carne frita servida en una vasija de barro que tiene un quemador de carbón de leña que la mantiene siempre caliente. Curiosamente no picaba mucho.
Para las cuatro de la tarde estábamos de nuevo en el hotel Ghion para descansar un rato y realizar las penúltimas compras. Aquí y después en el aeropuerto Pedro nos hizo una jugarreta que no olvidaremos: le faltaban 80 birrs para adquirir una camisa para su sobrino (tenía 100 y valía 180) por lo que le ofrecí 100 que yo, al menos de momento, no iba a gastar; el primer detalle es que compró la prenda pero no se le ocurrió devolverme los 20 birrs que habían sobrado, y el segundo fue que en el aeropuerto habríamos necesitado esos 20 birrs para poder comprar un segundo punto de libro para la colección de Iñaki, pero se hizo el loco y no los soltó con lo que solo pudimos adquirir 1 en lugar de 2.
Mientras esperábamos para que nos llevaran a una cena con espectáculo nos sentamos en el pub del hotel para tomar unas cervezas. Era muy gracioso comprobar cómo en las mesas de alrededor nuestra se sentaban señoritas de buen ver pero de malas intenciones, ya que nos hacían gestos raros, obscenos e insinuantes, para que las acompañáramos Dios sabe dónde, aunque lo imaginamos.
Acabamos nuestra estancia en Adis Abeba en una cena con la omnipresente injera acompañada de todo tipo de carnes picantes o más picantes. Alguno de los etíopes que estaban en el local se atrevieron a comer carne cruda que cortaban y pesaban antes de servirla de un enorme pedazo de vaca recién sacrificada. Mientras, un grupo de bailantes compuesto por 3 chicas y otros tantos chicos escenificaban sobre un pequeño escenario las diferentes danzas de Etiopía. La vedad es que era bastante entretenido.
Y de la fiesta al aeropuerto. 6 horas de espera, de las 10 de la noche a las 4 de la madrugada, con todo cerrado. Lo único bueno es que en las salas de espera había unas hamacas en las que Iñaki consiguió dormir un buen rato. Pedro y yo nos dedicamos a caminar dando vueltas y vueltas a la terminal que acabamos conociendo de memoria.
13 de julio
Jamón ibérico para celebrar la llegada
Ya era 13 de julio cuando llegamos a Madrid en 2 vuelos muy cómodos, aunque como siempre con retraso, de la compañía Egyptair con escala en El Cairo.
Tras recoger el coche en el parking de larga duración de Barajas nos detuvimos en el kilómetro 103, en la Venta de Almadrones, para degustar unos magníficos bocadillos de jamón ibérico. ¡Qué sensación más agradable después de las comidas súper picantes de Etiopía!
Y desde aquí, sin más sobresaltos, a Pamplona, que al día siguiente acababan los sanfermines.